Una nueva lengua: antropónimos

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Continúo por donde lo dejé en la anterior entrada, donde creé unos cuantos topónimos y prometí que dejaría para ahora mis propios antropónimos.

Al respecto, cabe destacar que en esta tarea tengo numerosas alternativas; los nombres españoles son muy diferentes de los árabes, estos de los suajilis y estos a su vez de los chinos. Pero para ponerme manos a la obra, creo que lo mejor será hacer un breve repaso de la larga historia de los antropónimos.

Los nombres de persona más antiguos se parecían más bien a lo que ahora conocemos como apodos. Lo que se destacaba era algún aspecto físico, alguna característica especial del día del nacimiento o se le daba un nombre con la esperanza de que adquiriera sus cualidades. Por ejemplo, el nombre de Jacobo, que significa «mano en el talón», parece que se puso porque el primer niño así llamado le dio por agarrar el talón de su hermano nada más nacer (siguiendo este ejemplo, a mi hijo mayor le habría llamado «Pucherito» sin dudar). Además, aquellos nombres no eran permanentes, sino que podían sustituirse por otros si la persona hacía o le sucedía algo extraordinario. A cualquiera versado en Tolkien, creo que le sonará todo esto.

Con el desarrollo de las primeras civilizaciones, los antropónimos sufrieron numerosos cambios. Uno de ellos fue que se volvieron permanentes; si la persona después hacía algo fuera de lo común, se le ponía un sobrenombre para conmemorarlo y punto. Los nombres de pila se pusieron entonces por tradición o para conmemorar a alguien relevante, como un antepasado.

Sin embargo, el cambio más notable fue la aparición de los apellidos. Estos se utilizaban con dos propósitos principalmente: distinguir a los numerosos tocayos que circulaban por las calles, y poder identificar a los desconocidos por su familia, su lugar de origen, su oficio, o cualquier otra característica que los hiciera únicos. Pero al contrario de nuestros modernos apellidos, no se heredaban. Esto no empezó a hacerse hasta el siglo XVI, cuando el desarrollo de las administraciones europeas exigió que se heredaran para seguir mejor las genealogías de cada persona y resolver más fácilmente los problemas de herencias, recaudar impuestos y otras cuestiones burocráticas.

Con todo esto en mente, ahora debo pensar en qué estado se debían encontrar los antropónimos de los eredan. Como dije aquí, la época en la que se habló la lengua que estoy creando fue el siglo V, una época en la que su civilización se desarrolló de forma espectacular. Por consiguiente, los nombres propios de los eredan debían ser permanentes. Sin embargo, como la complejidad de las administraciones de sus ciudades-estado aún debía ser muy simple en comparación con los centralizados estados europeos del XVI, los apellidos no se heredaban.

Al igual que en todas las culturas, los nombres de pila de los eredan transparentan la suya propia. La religión era fundamental para ellos, y muchos de sus nombres eran dedicados a los dioses. No obstante, la cultura ereda era bastante antropocéntrica, y por eso la mayoría de los antropónimos destacaban cualidades propiamente humanas. Asimismo, el número de nombres de pila de varón era muy superior al de nombres de mujer, aunque quizás este hecho se deba a que las fuentes de la época daban prioridad a los primeros. Por último, añado que en el siglo V los nombres de pila se ponían en honor a algún antepasado —casi siempre un abuelo— o, si el niño nacía durante una festividad religiosa, en honor al dios pertinente.

Comienzo con los antropónimos de varón:

  • Acānedan o Acanedan: «hombre del norte». La etimología de acān (hombre) la podéis encontrar aquí. Edan (norte) proviene de la raíz en lengua M «ħan» (vida), que después derivaría al nombre propio Dan (diosa Tierra), más el prefijo tónico e- (contrario). La evolución semántica de esta palabra es bastante puñetera, porque significaría en origen «lo opuesto a la Tierra», o sea «el cielo», pero como en el sur se encontraban siempre el Sol y la Luna, edan se identificó con el norte. El antropónimo Acānedan —en algunas fuentes la palabra es llana— parece reconocer el antiguo origen de los eredan, quienes provenían del norte de Laruōn.
  • Ħurca: «torso fuerte», de las raíces «thuřs» (torso) y «kař» (roca, fuerte). Este antropónimo transparenta el espíritu militar y la admiración por la fuerza de los eredan.
  • Celiōn: «rey de oro». Las etimologías de cel (oro) e ion (rey) las podéis encontrar aquí y aquí, respectivamente. Se trata de un nombre adoptado de los d’arřān, cuya civilización más antigua influyó notablemente.
  • Eiadās: «bien sano», de ei (bueno; su etimología la encontraréis aquí) y adās (sano), palabra que proviene de la raíz «ħas» (limpio). A los eredan también les preocupaba la salud.
  • Loiagān: «acompañado por los dioses», de loi (dios; su etimología la encontraréis aquí) y agān (compañía), palabra que proviene de la raíz «xan» (reunir). Otra de las obsesiones de los eredan, propia de las civilizaciones preindustriales, es la suerte propiciada por las divinidades.
  • Nimeħū: aproximadamente «nacido en la Primavera». Proviene de Nimeħ, fiesta que conmemora el inicio de la Primavera y que proviene de la raíz «nim» (flor) y «eħ» (comienzo; su etimología la podéis encontrar aquí). El sufijo -u es la marca de caso temporal (aquí podéis encontrar su explicación). Este nombre se concedía a los nacidos durante la festividad.

Los nombres de mujer son, como dije, más escasos. Muchos llevan el sufijo -i, que marca el género arcaico femenino:

  • Neħeboi: «siempre joven», de neħe (eternidad; de la raíz «net», tiempo), ebo (joven, adolescente; de la raíz «ewe», con el mismo significado), más el sufijo -i del género femenino. Si de los varones siempre se esperaba valor y fuerza, de las mujeres se apreciaba su belleza y maternidad, como sucede también en el siguiente antropónimo.
  • Eilīx: «buenos frutos», de ei (bueno) y lix (fruto; de la raíz «lik»).
  • Līħuri: «lámpara», de liħ (fuego), ur (herramienta) y el sufijo -i. Las mujeres, aunque estaban sometidas a los varones, tenían ciertas libertades y a muchas se les respetaba por el importante rol que cumplían en diversos ritos religiosos. Este antropónimo parece aludir a la esperanza de que la niña alumbrara con su buen hacer tales ritos.

En cuanto a los apellidos, solo se usaban cuando había que identificar a algún desconocido. Si este pertenecía a la misma población, con citar el nombre del padre podía bastar. La fórmula consistía en añadir nar (hijo) al nombre del padre: Ħurca Celionnār, es decir, «Ħurca hijo de Celiōn».

Si esto no era suficiente, como en el caso de que una persona viviera en alguna otra población, entonces había que añadir el nombre del clan, lo que se conseguía añadiendo noř (descendencia) al nombre del primer antepasado del clan, como en el siguiente caso: Ħurca Celionnār Nabannōř, o sea «Ħurca hijo de Celiōn descendiente de Nabār». (La etimología de este último nombre se encuentra aquí.)

Y si con toda esta información aún no podía identificarse a un individuo, como cuando provenía de alguna región lejana, entonces había que añadir el topónimo de origen junto con la marca de caso locativo, como aquí: Ħurca Celionnār Nabannōř Elesorī, que todo junto significa «Ħurca hijo de Celiōn descendiente de Nabār de Elesoř». (La etimología de este topónimo se encuentra en el anterior enlace.)

Esta fórmula podía complicarse más todavía si se trataba de una mujer, pues debían referirse en primer lugar a su marido o, si aún no se habían casado, a su padre. En ambos casos, el nombre de su tutor debía estar acompañado por la marca del caso genitivo (las mujeres eran propiedad de los hombres): Līħuri Ħurcaēn Celionnār Nabannōř Elesorī, o sea, Līħuri propiedad de Ħurca hijo de Celiōn descendiente de Nabār de Elesoř.

Por si te preguntas porqué todos estos apellidos tienen el acento en la última sílaba, se debe a la curiosa prosodia del erenna que aquí expliqué.

En realidad, toda esta retahíla de apellidos solo la soltaban los miembros de las clases altas, pues podían presumir de rancio abolengo. Las clases más bajas, en cambio, se conformaban con citar un único apellido, que podía ser el patronímico, su lugar de origen, su oficio o cualquier mote que le hubieran puesto, como en el siguiente caso: Nimeħū Gimuren, que significa «Nimeħū el herrero» (gimuren significa literalmente «el que hace herramientas del dios Gim»; este dios, de origen arřān, era conocido por estar hecho de una sustancia inquebrantable. Procede de la raíz «kim», que significa «duro».)

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Un comentario en “Una nueva lengua: antropónimos

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